jueves, 5 de enero de 2012

Rescate.

Nunca vi tanto espanto en la cara de un niño, esa mirada seguía impresa en mi memoria. El tren traqueteaba con un ritmo que se me antojó alegre, posé mi cabeza sobre el cristal de la ventanilla, el temblor del vidrio cosquilleaba mi sien. Observé al exterior, un hermoso atardecer, el más bello que haya visto antes, era una estampa que admirable. Observé con cierto aire de melancolía, los últimos resquicios de mi periodo estival. En un par de días, volveré a la rutina, a los atascos, al jefe inconformista, al casero pesado, las quejas vecinales... Suspiro profundamente y me fijo más detenidamente en el Sol mientras éste, se sumergía con letargo en el mar.
El mar, objetivo de mi descanso, inspirador y restaurador de almas inquietas. La cara de ese niño volvió a mi memoria y me dejé llevar por los recuerdos...

Como cada mañana, cuando despuntaban los primeros rayos de Sol, salía a correr. Bajaba a la playa y disfrutaba del trote. Ese día me propuse batir mi propio récord, mismo tiempo pero más distancia. Pensé en la cala que había al final de la playa, podría descansar allí, era un sitio precioso. Mientras controlaba mi respiración, repasaba mentalmente todo lo que tenía que hacer durante el día: Otra fiesta esa noche, así que tendría que ir de tiendas de nuevo. También había quedado a comer con la gente del club, creo que podré ir a la peluquería después de ese almuerzo y tal vez me conceda el capricho de un masaje. Sonreí satisfecha, estaba resultando ser otro verano pleno, rebosante de fiestas, comidas y compras. ¿Se puede pedir algo más?.

De pronto paré, me quedé casi congelada. La luz del amanecer aún era demasiado tenue como para poder distinguir con nitidez, sólo pude cerciorarme de que, numerosas sombras salían de las entrañas del mar y desaparecían entre rocas y calas. Me sentía más curiosa que asustada, enseguida supe de qué se trataba ese alboroto, una embarcación hinchable había alcanzado la playa. Chasqueé la lengua molesta mientras veía cómo las sombras desaparecían. Cada sombra representaba para mí a un futuro vendedor de pañuelos, pesado e incordiante  junto a un semáforo que tarda una eternidad en cambiar y que querrá que compre sus pañuelos desechables o intentará limpiar el parabrisas de mi impoluto porche. Una excusa para copar los espacios publicitarios de televisión con lacrimógenas imágenes para hacernos sentir culpables por tener mejor vida que otros. ¡Como si fuese culpa nuestra, malditos manipuladores!
Continué el trayecto al trote, fastidiada porque la escena había deslucido un hermoso amanecer, al menos me consolaba pensar que ya tenía un tema para comentar en el almuerzo.

Cuando llegué a la altura de la frágil y semi hinchada embarcación, aminoré el ritmo poco a poco. Algo llamó mi atención y me acerqué como si fuese guiada por una extraña invitación. Era un sonido leve, muy tenue, similar al lamento de un gatito. Miré ambos lados, la playa estaba desierta, caminé despacio y guiada por el sonido, provenía de la precaria embarcación. Un bulto se agitó nervioso, di un respingo, era demasiado grande como para ser un gato. Y entonces supe de qué se trataba, quise correr y alejarme, pero la curiosidad me atraía hacia la desconcertante figura. Mis piernas se petrificaron, no quisieron responder, quise salir corriendo y buscar a alguien que se encargase de tan engorroso problema. Pero mi conciencia fue más rápida y frenó mi impulso. Los ojos aterrados de un niño se clavaron en mí, pero no tenía una mirada inocente e infantil, su mirada era fría y opaca, reflejaba sufrimiento, miedo demasiado miedo para alguien tan pequeño y era más que evidente que sentía pavor de mí.

Me acerqué para verlo mejor, el pequeño se revolvió inquieto, pero siquiera tenía fuerzas para ponerse en pie, solo pudo volver a emitir ese murmullo quejoso que llamó mi atención y me atrajo a él. Volví a mirar los alrededores, esta vez con reproche, la madre del pequeño o su adulto responsable, podría ser una de esas sombras que huyeron dejándole completamente sólo. Sentí un nudo en la garganta al pensar en la probabilidad que ella siquiera hubiese llegado a la costa. El pequeño señaló al mar con su escuálido brazo, era tan delgado que temía que la misma brisa pudiese quebrarlo, me miró y dijo algo en otro idioma. No hizo falta traducción, su mirada, su temblor, su voz quebrada... lo que sabía de las noticias y el mar me dijo todo.
Cogí al pequeño en brazos, era tremendamente ligero, lo sujeté con mucho cuidado. Era tal su fragilidad, que estaba convencida que cualquier movimiento brusco le podría dañar. Me dirigí al puesto de la Cruz Roja, tarareando por el camino una nana mientras, inconscientemente acariciaba la sien al pequeño.

No me aparté de él durante todo el verano. En las revisiones médicas cogía mi mano cuando le exploraban, parecía que mi presencia le calmaba e incluso después de tres días, parecía alegrarse de verme. Cuando llegaba al centro y me miraba, sus ojos se iluminaban.
En una de esas visitas, más o menos una semana después de conocernos, le vi sonreír por primera vez, esa primera sonrisa cambió por completo mi perspectiva de la vida. Cambié los almuerzos del club por bocadillos bajo la sombra de un árbol. Las fiestas nocturnas por nanas antes de dormir, las frívolas compras por adquisiciones de primera necesidad. Mis conjuntos de última moda y diseño por una camiseta blanca con el emblema de la Cruz Roja. Compré ropa nueva para mi nuevo amigo y todos los demás, al principio sólo visitaba pero sabía que no era suficiente. Pronto encontraron un lugar para mi, no fue difícil, siempre hacía falta ayuda. Enseñé a Omar, que así se llamaba mi amiguito, hablar mi idioma, él me enseñó un poco de la suya. Me habló de su ciudad donde no había cristales porque los ruidos fuertes los rompieron; de su gente que como su familia, huyeron por miedo a que ocurra un nuevo ataque y ya no puedan despertar y de su madre de cómo una ola en plena tormenta, la hizo desaparecer en la inmensidad del mar. Me lo contaba con dibujos, dibujos demasiado impactantes y crueles. Sabía de esa guerra, lo vi en las noticias, pero esos dibujos eran más impactantes y contundente que cualquier informativo. Él me hablaba mientras dibujaba y yo sólo escuchaba.
Sabía que la vida no era tan fácil en otros lugares, pero hasta conocer a Omar, desconocía la tragedia del hambre, la miseria y la guerra. Me recriminé y avergoncé de mí misma al recordar cómo cambiaba de canal porque el asunto no me interesaba.

Llegó el momento de partir, debía regresar a casa. Omar me abrazaba con fuerza, me suplicaba que me quedase con él, que le llevara conmigo. Se me partía el corazón, pues sabía que sería muy difícil, casi imposible, sólo se me ocurrió pedirle que fuese paciente. Le prometí que le visitaría siempre que pudiese y que pronto nos volveríamos a ver. Las típicas promesas de despedida, pero en mi caso decía la verdad, haría lo imposible para no romper esa promesa. Omar asintió pero no dejó de llorar. Le acaricié su pelo rebelde y me marché luchando conmigo misma por no mirar atrás porque me partiría un corazón que ya estaba quebrado. No podría soportar mirarle una vez más, porque no podría marcharme sin él y no podía hacer nada por lo contrario, al menos, inmediatamente.

El asistente social se despidió de mí en la puerta, me agradeció con sinceridad mi colaboración, no sólo la económica, sobre todo la moral y física y me aseguró que yo había hecho un gran bien en rescatar a Omar. Negué con la cabeza sonriendo ampliamente...
-¿Sabes?, en realidad fue él quien me rescató. Me rescató de la soberbia, de la indiferencia y del egoísmo. Gracias a él pude encontrarme conmigo misma.

Caminé sintiéndome ligera y libre y eso era porque ya no portaba ninguna carcasa ni llevaba lastres de egoísmo y prejuicios, soy quien siempre fui pero que, con el paso de los años olvidé y así hubiese seguido si Omar no me hubiese rescatado.



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