viernes, 27 de mayo de 2011

La niña triste. (Cuento)

Era noche de luna llena. Dos jóvenes enamorados paseaban su amor secreto cobijados entre penumbras y sombras. El joven, acarició el rostro de La Niña Triste con suavidad, su piel era pálida como la luna, sus cabellos oscuros como la noche y hermosa, hermosa como las estrellas. Ella le miró con ternura, sus ojos brillaron cual estrella fugaz. Con delicadeza, el joven se acercó aún más a ella, ambos se miraron con timidez. El joven, besó a La Niña Triste con suavidad, "Te quiero", le susurró al oído. La piel de la muchacha se tornó rosada, sus cabellos se agitaron con las caricias de la brisa y sus labios... Sus labios rojos cual corazón latente, se transformaron en una bella sonrisa. 
La Niña Triste sonrió por vez primera. Y le juró a su joven amado que, todas las noches de luna llena, le dedicaría una sonrisa hasta el fin de sus días. Él le juró que allí estaría siempre, para verla sonreír.

Pero el Capitán, que también amaba a La Niña Triste, les encontró. Sus ojos enrojecieron de ira. Ahora lo entendía, ahora sabía por qué su amor nunca pudo ser correspondido. El corazón de La Niña Triste, ya tenía dueño. 

La decepción y el odio le cegaron, sacó su gélido hierro y con un gesto fugaz, se abalanzó sobre el joven descargando contra él su decepción.
El muchacho cayó mirando a su amor por última vez y pereció sobre las hojas secas e inertes del oscuro bosque, guardián de su amor secreto.

La Niña Triste, gritaba el nombre de su amor perdido mientras el cruel Capitán, se la llevaba a su castillo. Encerrándola allí, con la absurda esperanza, que, algún día, un nuevo sentimiento brotase en ella y esta vez sea dirigido a él.


Pero se equivocó, La Niña Triste aunque con el corazón roto, cumplió su promesa. Y todas las noches de luna llena, La Niña Triste salía al balcón de la más alta torre. Desde allí, podía contemplar el bosque. Cuando la luna bañaba con su luz a los árboles, ella pudo ver la imagen de su amado, esperándola. Y ella , le dedicó una sonrisa cumpliendo así, su promesa de amor eterno.


Pero el Capitán, receloso, espió a La Niña Triste y comprobó que estaba siendo traicionado. Ordenó quemar el bosque, con la esperanza de borrar todo recuerdo de su amor pasado.

Pero con eso, no pudo vencer al amor.

La Niña Triste, subía al balcón las noches de luna llena y contemplando al astro nocturno, dedicó una sonrisa a su amor perdido.
El Capitán descubrió a la muchacha y le prohibió salir al exterior ninguna noche, así no podría saber cuando sería el plenilunio.
Pero con eso, no pudo vencer al amor.

El trovador del castillo, sintió compasión por la hermosa joven y solo las noches de luna llena, le dedicaba una canción. La Niña Triste supo así, cuando era luna llena y pudo dedicar una sonrisa para cumplir así, su promesa.
El capitán los descubrió, desterró al trovador de sus tierras y encerró a La Niña Triste en una habitación sin ventanas, aislada de todos.
Pero con eso, no pudo vencer al amor.

La Niña Triste pudo oír a los lobos aullar a la luna llena. Sus guturales sonidos, atravesaron la fría piedra de los muros y así, pudo dedicar una sonrisa a su amor perdido. Cumpliendo una vez más, su promesa eterna.
El Capitán estaba fuera de sí, movido por la cólera, se internó en el bosque cenizo. Con furia y rencor aniquiló hasta el último lobo del bosque.
Pero con eso, no pudo vencer al amor.

La siguiente noche de luna llena, La Niña Triste no pudo ver el bosque, no tenía a nadie que le cantase, no pudo oír a los lobos... Esa noche, no pudo sonreír a la luna llena.
El Capitán eufórico, subió a la torre. Al fin había derrotado al amor, consiguió romper la promesa de los jóvenes enamorados. Abrió la puerta de la estancia donde la Niña Triste estaba cautiva. Pero se quedó petrificado...

La Niña Triste, estaba inerte en el suelo. Su piel estaba fría cual témpano de hielo, tenía una palidez lejos de lo terrenal. Sus labios se tornaron violáceos y su cabello, se extendía como un abanico roto en el frío suelo de su prisión. La Niña Triste murió de amor.
El Capitán sintió que la coraza de su corazón se desquebrajaba y con un dolor insoportable que rasgaba su alma, cogió a La Niña Triste llevándola con delicadeza, como si de una flor marchita que comenzaba a perder sus pétalos se tratase.

Con el corazón roto y arrepentido de sus actos, enterró a La Niña Triste en el bosque yermo y carbonizado. Su tumba fue bañada por la luz de la luna llena y su muerte llorada por el aullido fantasmal de un lobo.

El Capitán, replantó el bosque con sus manos como único instrumento y todas las noches de luna llena, subía al balcón de la más alta torre. Desde allí, podía contemplar los espíritus de los jóvenes, unidos al fin para toda la eternidad.

Desde entonces, el Capitán miraba a la luna llena y dedicaba a La Niña Triste, un lágrima para alguna vez, poder conseguir su perdón.

El autobús. (Relato)

Pasé hasta el fondo del autobús sentándome tras un profundo suspiro. Estaba agotada, y el calor no ayudaba en absoluto. Otro día había pasado inadvertido, sumido en la monotonía. Levantarse, trabajar, comer, volver a casa tan agotada que no sentía ánimos de hacer nada más. Sólo acostarme para volver a repetir lo mismo día tras día, semana tras semana...

Intenté concentrarme en la lectura pero sentí que me observaban, levanté la vista por encima del libro observando con disimulo a los demás viajeros. Muchos de ellos ya eran caras familiares, mis conocidos en el ciclo cerrado que era mi vida pero extraños al fin y al cabo.

Nuestras miradas se cruzaron quedándose atrapadas sin escapatoria, ante el sentimiento confuso que nos invadió. Nunca nos habíamos visto antes pero sentía como si fuese parte de mí y yo, parte de él.
Noté cómo me ruborizaba. Oculté mi cara tras el libro, me sentí avergonzada por mi reacción, me comportaba como una chiquilla que está empezando a descubrir la vida.

El asiento que estaba junto a mí quedó libre y él se sentó a mi lado. Mi corazón latió con fuerza, me reprendí por mi estúpida reacción. Miré de reojo, me miraba fijamente, su expresión delataba su confusión. Finalmente se decidió por hablar sobre el tiempo. Esbocé una leve sonrisa. ¡qué típico! poco a poco la conversación comenzó a ser más personal, más íntima. Casi sin darnos cuenta nos contamos nuestras aspiraciones frustradas por las ramas del destino. ¿Por qué le contaba todo ésto?¿Por qué me lo contaba todo él a mí?. Hablamos durante todo el trayecto, aunque nunca le vi antes sentía que no era un desconocido. Finalmente llegué a mi destino, nos despedimos como si nos volviésemos a ver más tarde. Bajé del autobús, me despidió con un gesto con la mano a través de la ventanilla. Y le vi desaparecer.

Regresé a casa con energía renovada. Pensando en todo momento nuestra conversación, en poco tiempo, en un breve trayecto de autobús, le conté mi vida y él la suya. Esa noche, cuando el sueño venció la batalla contra mi euforia, me dormí con la imagen de sus ojos clavados en mí.

A la mañana siguiente esmeré aún más la imagen de mi aspecto, escogí la ropa que mejor me sentaba, el peinado que más me favorecía. No era un día más, nunca volvería a ser igual.
Sentía que el tiempo pasaba insoportablemente despacio, los minutos parecían horas; las horas, días. Al fin llegó el momento que tanto había deseado, el autobús llegó y me senté en el fondo de nuevo. Observé con nerviosismo a todas las caras, algunas conocidas, otras extrañas. No le vi.
Cada parada en la que el autobús se detenía, miraba con impaciencia a las personas que esperaban en ella, pero a medida que se acercaba mi destino, la decepción se apoderó de mí. Me sentí estúpida, me reprendí por mi actitud. Aún así, esperé verle cada día, hasta que vinieron las semanas, los meses...

Apenas recuerdo su rostro, el tiempo ha puesto un velo entre nosotros pero su mirada perdura tan fresca en mi memoria como el primer día. ¿Por qué no pregunté su nombre?¿Por qué no le dije el mío?.
Diez años pasaron desde aquel día. Dejé su recuerdo en el fondo de mi memoria. Había construido un horizonte, había creado una familia. Ahora tenía otra rutina, otros objetivos, otras ilusiones...
Seguía todo igual, aunque con distinta perspectiva y nuevos objetivos.

El autobús llegó retrasado a causa de la lluvia. Caminé por su interior manteniendo el equilibrio mientras secaba la lluvia de mi cara con el dorso de la mano. Y le vi, allí estaba frente a mí. Aunque su rostro estaba ligeramente cambiado a causa del paso de los años, le reconocí al instante. Sus ojos, su mirada era la misma. No hizo falta preguntarme si me reconocería porque su mirada lo delataba. Me senté a su lado, cruzamos nuestras miradas una vez más sin saber qué decirnos. Miles de cosas se me pasaron por la cabeza para iniciar una conversación pero las palabras se aferraban en el fondo de mi garganta resistiéndose a salir. Notaba cómo me lanzaba miradas furtivas, intentando posiblemente, iniciar la conversación.

El trayecto transcurrió tras vanos intentos de ambos para entablar una conversación. Quería volver a hablar con él, pero ¿qué decirle?; ¿qué esperaba?; ¿qué contarle?.
Finalmente bajé del autobús, nos miramos fijamente a través de la ventanilla mientras se alejaba, regresé a casa con tristeza. Hace diez años le vi por primera vez y le dejé marchar. Hoy le volví a ver y nada cambió. ¿Estaríamos predestinados a conocernos? No, no lo creo, nuestro sino es alejarnos el uno del otro. Volvería a ocurrir una y otra vez, es lo que me dije para intentar convencerme a mí misma, pero no lo logré.

Cuando llegué a casa, me dejé caer en el sofá, entonces me incorporé rápidamente. Ya sabía qué tenía que haberle dicho: - ¿Cómo te llamas?, Mi nombre es... 
¿Qué más da? Ya no importa, las oportunidades que se dejan escapar, nunca podrán regresar.

Sylvia Ellston.
Obra registrada. Código: 1111250598236


El perdón. (Relato).

Escuché el chasquido del cerrojo, volvió, finalmente volvió. No podía más, tenía que hablar con él, desde hace varias semanas se comportaba de forma diferente. Los interminables días se consumían mientras que me preguntaba qué le ocurría. Más callado de lo habitual, más distante y más frío. 
Escuché sus pasos en el pasillo y encendí la luz de la mesilla. No esperaba que estuviese despierta porque su caminar se ralentizó. Cada pisada suya era como una descarga qeu me acelerara el corazón más y más. 
Le estaba esperando impaciente, con una única pregunta alojada en mis labios deseosa de salir y aún así, no quería hablar con él.
Cientos de sospechas, miles de temores tendrían al fin respuesta. Después de tantas semanas, mi incertidumbre se acabará aquí y ahora. Aún así, sentía miedo. Tenía miedo de confirmar una verdad que aunque la sabía, intentaba negar con desesperación. Deseaba estar equivocada, pero no quería seguir engañándome a mí misma aunque ojalá esté equivocada... ojalá me mienta. 

Con mirarme a los ojos le basó para adivinar la pregunta que me quemaba por dentro. Fue valiente, hay que reconocerlo. Respiró profundamente y sentándose a mi lado, me cogió de la mano acariciándola con pulso tembloroso. Esa caricia fue para mí como meter la mano en un saco lleno de cristales rotos e inconscientemente, la retiré.
Tras un breve silencio que a mí se me antojó eterno, al fin habló. Lo hizo pausadamente, relatando detalle a detalle, momento a momento. Desde el principio hasta ese mismo momento. Sus prolongadas ausencias; sus demoras a la hora de regresar a este hogar, ahora roto;  el enfriamiento de sus emociones hacia mí y la búsqueda de calor lejos de todo recuerdo...
Agradeció mi silencio, parecía aliviado porque le dejé explicarse. Con tono condescendiente dijo que eso era lo que más le gustaba de mí, que conmigo se podía hablar porque sabía escuchar. Pero no, ese no era el caso, no hablaba porque mi interior comenzó a petrificarse, los sentimientos se contrajeron y se vistieron con una coraza impenetrable. 
Creí que me quería, creí que lo nuestro era más fuerte que esto, creí que nosotros estábamos por encima de aquello, por encima de todos.
Después de tanta lucha, de ir a contracorriente del mundo para al fin poder estar juntos, después de tantos años amando y creyendo ser amada, después de creer que lo nuestro sería para siempre; la realidad me arroja sin dilación a este error. 
Pero me equivoqué, la llama que pensé eterna se extinguió brotando de sus rescoldos la presencia de otra mujer.
Sentí cómo el corazón se me partía en mil pedazos y sin poder controlarlo, las lágrimas se deslizaron por mis mejillas como un ácido que me abrasaba la piel.

Arrepentido, se mostró arrepentido, se acusó de cobarde, ruin, miserable... 
Necesitaba mi perdón, me pedía otra oportunidad. Me suplicaba indulgencia apelando con nuestros recuerdos más preciados, mancillando con su imploración mi alma deshecha.
Le oía sin escuchar, la voz de mi subconsciencia hablaba más alto que él y me aconsejaba, me hacía dudar, me decía que puede que sólo era un error que ambos podríamos superar. Quería convencerme que podríamos hilvanar lo que las uñas de otra mujer había desgarrado, que podríamos rehacer lo deshecho.
Cierro los ojos y dejo de escuchar, me busco a mí misma. Por mi memoria desfilaron todos esos momentos en los que me arrancó una sonrisa, cuando que me acariciaba como si fuese una pompa de jabón, cuando que me juraba que me amaría siempre... 
Le amaba, a pesar de todo, aún le amaba y eso me provocaba más dolor si cabía. 

Quiso abrazarme, besarme… pero no pude dejarle hacer. No podía dejar de preguntarme si la piel de ella era más suave que la mía, si sus besos son más cálidos, si su mirada era tan sincera como la mía o sus abrazos más reconfortantes.
Él superó mi bloqueo y me rodeó con sus brazos, aferrándose casi con desesperación.
El contacto de su piel hizo tambalear mi entereza y mi cuerpo tembló rebosando miedo, ira y decepción...  
Sus suaves caricias desgarraban mi interior y el dolor se intensificó. Como un árbol atravesado por un rayo, mi condescendencia se quebró y mi exterior se convirtió en una figura gélida. Le clavé una mirada pétrea, con sequedad y convicción, le aparté de mí.

Hablamos hasta despuntar el alba. Él quiso demostrar su arrepentimiento de mil y una formas. Prometía, juraba rectificar y compensar tal agravio, suplicando en todo momento mi perdón. Yo pregunté por mis errores, quise saber, necesitaba saber qué hice o dejé de hacer para apartarle de mi lado y empujarlo hacia los brazos de otra mujer. 
Nada, dijo que no hice nada, que él era el único culpable. Que todo comenzó como un juego tonto, inocente. Pero poco a poco aquel juego le fue absorbiendo hasta que llegó a la delgada línea que separa la lealtad de la devoción. Se confesó débil, no supo frenar y traspasó aquella línea porque la curiosidad de catar lo prohibido anuló el sentido común y dio rienda suelta a sus inhibiciones. No supo decir no y eso fue lo único que me importó.


Le miré a los ojos fijamente, en algún lugar de su mirada opaca pude ver de forma tenue, aquel hombre que un día, me prometió el cielo para arrojarme al infierno; pude ver aquel que me prometió la vida para arrebatármela con esas frías palabras; pude ver aquel me decía que me quiso y aún me quería... En el fondo de su mirada pude ver que aún me quería. Pero la decepción volvió a tomar riendas y bajé la mirada.

Me prometió, me juró que lucharía por mí, que volvería a conquistarme, que aún me amaba y reconstruirá lo deshecho mucho más fortalecido. Yo le escuchaba desde la lejanía, porque cada palabra que escuchaba de su boca, me hundía más y más en un dolor insoportable. Quise convencerme que todo podría ser un resbalón, un obstáculo en nuestro camino, un designio del destino, puede que hubiese sido una prueba que deberíamos superar para fortalecer aquello que creamos.

Le cogí de las manos, a su tacto sentí que las mías estaban frías. No sé de dónde salió el valor para mirarle de nuevo a los ojos, pero lo hice. ¡Dios, cómo le quiero!, pensé con una opresión en el corazón que que podría hacer estallar en cualquier momento. Le supliqué que luchase, si realmente me quería, luchase porque le aseguré que no se lo pondría fácil. 
Tendría que demostrarlo día a día, palabra por palabra, gesto por gesto...
Y algún día, ¿quién sabe?, cuando vuelva a mirarle como lo hacía, cuando vuelva a besarle como antes, entonces lo sabrá... Sabrá que habrá llegado mi perdón.

Sylvia Ellston.
Obra registrada. Código: 1111250598205