viernes, 20 de enero de 2012

Óbito

Hacía frío, breves parpadeos luminosos dibujaban el contorno de las oscuras nubes anunciando tormenta. Me ajusté un poco el chal, sólo lo suficiente para cubrir mis brazos del frescor de la noche, pero dejando a la vista mis llamativos atributos femeninos. Sonrío complaciente, aún soy atractiva para los hombres y seguiré así unos años más. Pero en mi profesión, el tiempo juega en mi contra, llegará un día que mi cuerpo no pueda darme de comer. Pero eso también lo he pensado, tengo dinero ahorrado, podré adquirir una casa de dos plantas en Whitechapel, encontrar dos o tres mozas bonitas y frescas y ejerceré de meretriz.

Mis pensamientos se interrumpieron al oír unas sonoras carcajadas, miré al fondo de la calle, la niebla londinense no permite ver nada hasta tener a la persona prácticamente encima, pero mis años en las nocturnas calles, agudizaron mis sentidos y antes incluso de dibujarse una silueta difusa, podía saber el número de personas que se acercaban o su complexión sólo con oír las pisadas. "Marineros de puerto y borrachos", sonreí satisfecha, mis clientes favoritos. Tan ebrios que se desploman inconscientes antes incluso de despojarse de sus pantalones y que me dan la posibilidad de quedarme con su bolsa de dinero sin miedo a que me reconozcan.

Bajé el chal dejando al descubierto mis hombros rectos, cogí el bajo de mi falda dejando ver mi pierna hasta el muslo y puse mis manos en las caderas echando los hombros hacia atrás para que mi busto resaltase aún más. Cuando estaban frente a mí les sonreí con picardía, mis dientes aún estaban blancos y eso denotaba que estaba sana.
Pasaron de largo, tambaleándose a duras penas, siquiera me habían visto. Volví a cubrirme los hombros suspirando resignada, "Tampoco hubiese sacado nada de ellos" me consolé, era obvio que habían gastado todo su jornal en alcohol.

En la lejanía se oyó un trueno, suspiré profundamente, era ya de madrugada y hoy no había tenido ni un solo cliente y a estas horas no encontraré ya a nadie más. Las primeras gotas de lluvia rozaron mi rostro, me coloqué el chal sobre la cabeza y me dispuse a regresar a casa. Pero un sonido me detuvo, eran unos pasos que venían hacia mí. Presté atención, el sonido era rítmico y tranquilo, puesto no estaba bebido; el sonido que sus zapatos hacía al pisar el frío adoquín me hizo saber que no era un pordiosero, sus suelas no estaban gastadas. Escudriñé entre la niebla, la forma de una silueta comenzó a emerger de la niebla.

Era un gentleman, de eso no cabía duda. Elegantemente trajeado, con blancos botines sobres sus zapatos de charol negro; su larga y oscura capa, no disimulaba su complexión esbelta; de mediana estatura, aunque su sombrero de copa forrado de seda negra le daba apariencia de más altitud. Se detuvo un instante, pese a la niebla y la oscuridad de la noche, sentí que me estaba mirando.
La curiosidad me embriagó, ¿qué hacía un hombre como él en el West End?. Yo no soy una prostituta de sociedad, soy de los suburbios más humildes de Londres.
En un par de ocasiones me topé con caballeros de la alta sociedad, aventurándose en los burdeles de la zona buscando a jovencitas de aspecto virginal, pero nunca, en todos mis años en la calle, no vi a ninguno parecido buscar compañía en estas calles. "Podría haberse perdido", pensé, pero escuché el relinchar de un caballo no muy lejos, seguramente sea su carruaje.
Caminó hacia mí, la curiosidad me dejó inmóvil, le vi acercarse decidido hasta que estuvimos el uno frente al otro. Tenía un aspecto gallardo; maduro, pero muy atractivo; sus canas salpicadas a capricho entre su oscuro y aceitado cabello le daba un ápice de misterio atrayente. Me miraba fijamente, con lascivia y eso para mí era un halago, respondí a su mirada con una amplia sonrisa, dejando que el chal resbalase lentamente de mi hombro.

Sin decir nada, se echó sobre mí pegando mi espalda contra el frío y húmedo muro del callejón. Sus impacientes manos me buscaron bajo mis faldas, mientras sus labios devoraban mi cuello y hombros. Pese a la brusquedad de sus actos, me sentía bien y me gustaba. Hacía mucho que no me tocaban sin que  los vapores del alcohol me turbasen o callosas manos me sobasen con torpeza provocando náuseas. Mis manos se deslizaron por su torso buscando su miembro viril, cuando comencé a bajar de la cintura, me agarró de la muñeca fuertemente y me apartó de él.
Como un relámpago, su puño impactó en mi cara, tan fuerte fue el golpe que me hizo caer al suelo girando antes sobre mí misma. Aturdida y confusa, llevé la mano a mis labios y observé las yemas ensangrentadas. Quise soltarle infinidad de improperios, hacer alarde de mi extenso vocabulario adquirido en los bajos fondos, pero sacó su diestra del interior de la capa y la visión del largo y brillante cuchillo me enmudeció.

Repté balbuceando, suplicando y desesperada en busca de una salida, oí tras de mí su paso tranquilo, me agarró del cabello y como si de un ligero fardo fuese, me arrastró por el suelo fuera del callejón hasta dejarme bajo la luz de una farola.  Grité cuanto pude, aún sabiendo que nadie saldría en mi auxilio, en estos lares, cada cual solventa sus propios problemas. 
Me tapó boca y nariz con un pañuelo húmedo que parecía oler a éter, dejándome consciente pero carente de reacción. Se situó sobre mí, recorrió el contorno de mi figura con la mirada y se postró apoyándose ligeramente sobre mis muslos. Nuestras miradas se encontraron y combatieron en una muda lucha, había odio en su mirada, mucho odio. Pude sentir el aliento de la muerte que hacia mí se vaticinaba. El frío acero se clavó en mi vientre haciendo un macabro recorrido ascendente hacia mi torso, sentí una sustancia viscosa y caliente que rodeaba mi cuerpo, supe que era mi propia sangre. Intenté gritar de nuevo, pero con un rápido movimiento sujetó mi frente con una mano mientras que con la otra sesgó un corte certero en mi garganta seccionando mis cuerdas vocales. Me estaba hiriendo de mortal necesidad, pero lo hacía lentamente y bien calculado. Parecía que disfrutaba con su hacer y quería que yo fuese consciente de todo cuanto me hacía. El dolor que me provocaba era insoportable pero insuficiente para la clemencia de un desmayo.

Apenas me quedaba un hilo de vida, el gentleman, se inclinó sobre mí y me besó en los labios con suavidad y ternura y justo antes de incorporarse, me susurró al oído con voz casi melódica... "Yo soy Jack".  Se incorporó y me dio la espalda, se marchó caminando con paso tranquilo. Con mi último aliento de vida, giré la cabeza en su dirección y le vi alejarse entre la cortina de agua que el cielo descargaba en aquel momento, pero el eco de sus carcajadas llegaba hasta mí después de desaparecer...


(Nota del autor: "Jack" es el seudónimo que la prensa otorgó a este asesino anónimo. Las cartas que él dirigía a la prensa las firmó con la siguiente leyenda. "Desde el infierno".
Es uno de los misterios sin resolver más polémicos de la historia. Se han elaborado innumerables hipótesis, pero ninguna ha podido se corroborada satisfactoriamente)


Obra registrada Código: 1201200944340


martes, 10 de enero de 2012

Desvarío (Humor)

Querida yo:

Esta inútil carta (o no) es para mí, es decir, para ti que eres mi yo del pasado. ¿Que por qué la escribo?, pues por si me topo con Marthy Mcfly y su máquina del tiempo ¿no te fastidia?, aunque es mejor decir que es porque estoy como una auténtica cabra. Lo dicen todos, hasta tengo papeles que lo confirman. También considero este inciso como inútil, porque, si tu eres yo, sabes como soy, es decir como eres o para ser más concretos, cómo somos. Pero, por si acaso no me han encerrado y tirado la llave, estaré atenta al 21 de octubre de 2015, pues  por eso te escribo o me escribo o nos escribimos porque mi yo del presente escribe a mi yo del pasado que eres tú, pero claro, yo para ti no soy el yo del presente aunque para mí sí lo soy, soy tu yo del futuro. Creo que eso ya ha quedado claro. ¿No?

Bueno, pues voy al grano porque sé que esta carta no te ha llegado nunca pues de ser así, mi patética vida de mierda hubiese cambiado un poco bastante, eso o como ya nos conocemos, has optado por hacer lo que te viene en gana y pasar de los consejos ajenos, pero insisto, yo no soy ajeno, yo soy yo, es decir... que tú eres yo o yo soy tú.

En primer lugar el colegio, (no voy a decir que estudies porque es más que obvio que no lo vas a hacer, pedazo de vaga) sólo advertirte que en tercer curso, Juan Gutiérrez te levantará la falda cuando estés representando "La Hormiga y la Cigarra". (Por cierto, no te hagas ilusiones no serás protagonista, te tocará hacer de hoja) Toda la clase se reirá de ti, ¿Mi consejo?, evita ese día las bragas de Epi.
En sexto grado, no se te ocurra presentarte voluntaria para guardar los equipos de gimnasia, es una trampa, estarás pringada todo el año. También aconsejarte que, Ramón García, confesará sus sentimientos. No te rías de él ni te burles, porque después de unos años el tío se va a poner tela de cañón y serás tú quien querrá buscarlo y él sea quien pase de ti, pringada.
Cuando acabes octavo, recuerda que el curso, pedazo de vaga, para ti acaba en septiembre, así que, si quieres darle tu sincera opinión al jefe de estudios sobre lo que piensas de él, espera a septiembre, a ver si pensamos pedazo de idiota.

En segundo lugar, el instituto. Ahí quiero hacer un inciso, no con los estudios que ya se refleja en mi vida. Cuando te des el lote con Fran Hernández en la sala de audiovisuales, asegúrate que la cámara está apagada y si no te importa (que no te importará) al menos asegúrate de sonaros la nariz, porque la pelotilla que iba de mejilla a mejilla (no sé de quién sería) pero fue lo más comentado durante los siguientes dos años.

En tercer lugar, el trabajo. Ahí no sé qué decirte, porque lo hiciste bien so joía, aunque deberías aprender a decir que no de vez en cuando, que te toman de pringada y al final no te servirá de nada. Eso sí, cuando quieras lucirte con el jefe y los compañeros, invitándolos a comer a casa, asegúrate de guardar todos los objetos decorativos que tomaste "prestado" de la empresa. Te puedo asegurar que el jarrón Ming (que por cierto, es de imitación barata del bazar de la esquina) del despacho del director, no se camufla tan fácilmente, piensa algo más que unas pegatinas de Bob Esponja. Es que no pensamos, jamía.

¿Los ligues?. Uffffff, ahí mejor me reservo la sorpresa. Eso sí, si quieres pistas, te diré los que ni siquiera merecieron la pena, empecemos: con la A: Álvaro, Adrián, Alejandro, A...
(Bueno, que me aburro, mejor que sea una sorpresa, será mi venganza por vaga y poco estudiosa, así que te jodes).

Creo que ésto es más que suficiente, porque insisto, si mi vida sigue siendo así de mierda y patética es porque esta carta no la leíste o ni te llegó o simplemente pasaste de mí, que en realidad estás pasando de ti, que te recuerdo que yo soy tú, así que las últimas líneas son para mi yo del futuro.

Querida yo del futuro:

Sé que tienes una vida de mierda, pero antes de escribirme una carta para echarme la bronca, quiero dejarte claro que la culpa es de nuestra yo del pasado. Ojo yo no, que soy tu yo del pasado, lo sé. Me refiero a mi yo del pasado, que en tu caso quién sería ¿tu yo-yo?. Bueno, pues la bronca se la echas a la yo-yo, que intentar, yo lo intenté.

Bueno, yo del pasado y yo del futuro, ya no puedo seguir escribiendo porque hace más de una hora que tenía que haberme tomado la medicación y los temblores y tics ya son demasiados pronunciados como para continuar. Así que me despido de vosotras o de nosotras o de mí misma, creo que da igual por que todas somos yo o nosotras, como queráis.

Atentamente, vuestra yo actual. Que para la yo del pasado seré la yo del futuro y para la yo del futuro seré la segunda yo del pasado.

Un abrazo, pedazo de piradas.

P.D. Para la yo del pasado: 14-19-28-30-37-39. Reintegro: 4.

P.D. Para la yo del futuro: ¿Alguna sugerencia para el 22 de Diciembre?


Obra registrada. Código: 1201100888102

jueves, 5 de enero de 2012

Rescate.

Nunca vi tanto espanto en la cara de un niño, esa mirada seguía impresa en mi memoria. El tren traqueteaba con un ritmo que se me antojó alegre, posé mi cabeza sobre el cristal de la ventanilla, el temblor del vidrio cosquilleaba mi sien. Observé al exterior, un hermoso atardecer, el más bello que haya visto antes, era una estampa que admirable. Observé con cierto aire de melancolía, los últimos resquicios de mi periodo estival. En un par de días, volveré a la rutina, a los atascos, al jefe inconformista, al casero pesado, las quejas vecinales... Suspiro profundamente y me fijo más detenidamente en el Sol mientras éste, se sumergía con letargo en el mar.
El mar, objetivo de mi descanso, inspirador y restaurador de almas inquietas. La cara de ese niño volvió a mi memoria y me dejé llevar por los recuerdos...

Como cada mañana, cuando despuntaban los primeros rayos de Sol, salía a correr. Bajaba a la playa y disfrutaba del trote. Ese día me propuse batir mi propio récord, mismo tiempo pero más distancia. Pensé en la cala que había al final de la playa, podría descansar allí, era un sitio precioso. Mientras controlaba mi respiración, repasaba mentalmente todo lo que tenía que hacer durante el día: Otra fiesta esa noche, así que tendría que ir de tiendas de nuevo. También había quedado a comer con la gente del club, creo que podré ir a la peluquería después de ese almuerzo y tal vez me conceda el capricho de un masaje. Sonreí satisfecha, estaba resultando ser otro verano pleno, rebosante de fiestas, comidas y compras. ¿Se puede pedir algo más?.

De pronto paré, me quedé casi congelada. La luz del amanecer aún era demasiado tenue como para poder distinguir con nitidez, sólo pude cerciorarme de que, numerosas sombras salían de las entrañas del mar y desaparecían entre rocas y calas. Me sentía más curiosa que asustada, enseguida supe de qué se trataba ese alboroto, una embarcación hinchable había alcanzado la playa. Chasqueé la lengua molesta mientras veía cómo las sombras desaparecían. Cada sombra representaba para mí a un futuro vendedor de pañuelos, pesado e incordiante  junto a un semáforo que tarda una eternidad en cambiar y que querrá que compre sus pañuelos desechables o intentará limpiar el parabrisas de mi impoluto porche. Una excusa para copar los espacios publicitarios de televisión con lacrimógenas imágenes para hacernos sentir culpables por tener mejor vida que otros. ¡Como si fuese culpa nuestra, malditos manipuladores!
Continué el trayecto al trote, fastidiada porque la escena había deslucido un hermoso amanecer, al menos me consolaba pensar que ya tenía un tema para comentar en el almuerzo.

Cuando llegué a la altura de la frágil y semi hinchada embarcación, aminoré el ritmo poco a poco. Algo llamó mi atención y me acerqué como si fuese guiada por una extraña invitación. Era un sonido leve, muy tenue, similar al lamento de un gatito. Miré ambos lados, la playa estaba desierta, caminé despacio y guiada por el sonido, provenía de la precaria embarcación. Un bulto se agitó nervioso, di un respingo, era demasiado grande como para ser un gato. Y entonces supe de qué se trataba, quise correr y alejarme, pero la curiosidad me atraía hacia la desconcertante figura. Mis piernas se petrificaron, no quisieron responder, quise salir corriendo y buscar a alguien que se encargase de tan engorroso problema. Pero mi conciencia fue más rápida y frenó mi impulso. Los ojos aterrados de un niño se clavaron en mí, pero no tenía una mirada inocente e infantil, su mirada era fría y opaca, reflejaba sufrimiento, miedo demasiado miedo para alguien tan pequeño y era más que evidente que sentía pavor de mí.

Me acerqué para verlo mejor, el pequeño se revolvió inquieto, pero siquiera tenía fuerzas para ponerse en pie, solo pudo volver a emitir ese murmullo quejoso que llamó mi atención y me atrajo a él. Volví a mirar los alrededores, esta vez con reproche, la madre del pequeño o su adulto responsable, podría ser una de esas sombras que huyeron dejándole completamente sólo. Sentí un nudo en la garganta al pensar en la probabilidad que ella siquiera hubiese llegado a la costa. El pequeño señaló al mar con su escuálido brazo, era tan delgado que temía que la misma brisa pudiese quebrarlo, me miró y dijo algo en otro idioma. No hizo falta traducción, su mirada, su temblor, su voz quebrada... lo que sabía de las noticias y el mar me dijo todo.
Cogí al pequeño en brazos, era tremendamente ligero, lo sujeté con mucho cuidado. Era tal su fragilidad, que estaba convencida que cualquier movimiento brusco le podría dañar. Me dirigí al puesto de la Cruz Roja, tarareando por el camino una nana mientras, inconscientemente acariciaba la sien al pequeño.

No me aparté de él durante todo el verano. En las revisiones médicas cogía mi mano cuando le exploraban, parecía que mi presencia le calmaba e incluso después de tres días, parecía alegrarse de verme. Cuando llegaba al centro y me miraba, sus ojos se iluminaban.
En una de esas visitas, más o menos una semana después de conocernos, le vi sonreír por primera vez, esa primera sonrisa cambió por completo mi perspectiva de la vida. Cambié los almuerzos del club por bocadillos bajo la sombra de un árbol. Las fiestas nocturnas por nanas antes de dormir, las frívolas compras por adquisiciones de primera necesidad. Mis conjuntos de última moda y diseño por una camiseta blanca con el emblema de la Cruz Roja. Compré ropa nueva para mi nuevo amigo y todos los demás, al principio sólo visitaba pero sabía que no era suficiente. Pronto encontraron un lugar para mi, no fue difícil, siempre hacía falta ayuda. Enseñé a Omar, que así se llamaba mi amiguito, hablar mi idioma, él me enseñó un poco de la suya. Me habló de su ciudad donde no había cristales porque los ruidos fuertes los rompieron; de su gente que como su familia, huyeron por miedo a que ocurra un nuevo ataque y ya no puedan despertar y de su madre de cómo una ola en plena tormenta, la hizo desaparecer en la inmensidad del mar. Me lo contaba con dibujos, dibujos demasiado impactantes y crueles. Sabía de esa guerra, lo vi en las noticias, pero esos dibujos eran más impactantes y contundente que cualquier informativo. Él me hablaba mientras dibujaba y yo sólo escuchaba.
Sabía que la vida no era tan fácil en otros lugares, pero hasta conocer a Omar, desconocía la tragedia del hambre, la miseria y la guerra. Me recriminé y avergoncé de mí misma al recordar cómo cambiaba de canal porque el asunto no me interesaba.

Llegó el momento de partir, debía regresar a casa. Omar me abrazaba con fuerza, me suplicaba que me quedase con él, que le llevara conmigo. Se me partía el corazón, pues sabía que sería muy difícil, casi imposible, sólo se me ocurrió pedirle que fuese paciente. Le prometí que le visitaría siempre que pudiese y que pronto nos volveríamos a ver. Las típicas promesas de despedida, pero en mi caso decía la verdad, haría lo imposible para no romper esa promesa. Omar asintió pero no dejó de llorar. Le acaricié su pelo rebelde y me marché luchando conmigo misma por no mirar atrás porque me partiría un corazón que ya estaba quebrado. No podría soportar mirarle una vez más, porque no podría marcharme sin él y no podía hacer nada por lo contrario, al menos, inmediatamente.

El asistente social se despidió de mí en la puerta, me agradeció con sinceridad mi colaboración, no sólo la económica, sobre todo la moral y física y me aseguró que yo había hecho un gran bien en rescatar a Omar. Negué con la cabeza sonriendo ampliamente...
-¿Sabes?, en realidad fue él quien me rescató. Me rescató de la soberbia, de la indiferencia y del egoísmo. Gracias a él pude encontrarme conmigo misma.

Caminé sintiéndome ligera y libre y eso era porque ya no portaba ninguna carcasa ni llevaba lastres de egoísmo y prejuicios, soy quien siempre fui pero que, con el paso de los años olvidé y así hubiese seguido si Omar no me hubiese rescatado.



Obra registrada Código: 1201050852833