La puerta del pasajero se abrió y él se sentó sin decir nada y si lo hizo, no le oí, pues su aparición nubló mi mente.
Sentada en el coche con las manos firmemente aferradas al volante, me entregué a su albedrío. Mi corazón palpitaba casi con furia y apenas pude controlar el temblor de mis piernas.
Lucho contra la razón para no mirarle a través del espejo retrovisor. Sé que si lo hago, su imagen tardará mucho en abandonar mi memoria. Era él, sabía que no era la primera, pues días atrás hablé con su última víctima.
Ella me contó entre lágrimas su funesta experiencia y yo la animaba con frases hechas. ¿Por qué no le dije nada más profundo? ¿Por qué no la abracé sabiendo que lo necesitaba? Ahora estoy viviendo en primera persona por lo que pasó. Eso me desalentó más.
Con una orden seca, dijo que arrancase. Obedecí atrapada bajo el influjo del momento. Observaba con atención todo cuanto a mí pasaba, pero en realidad no recuerdo nada de lo que vi durante el trayecto.
Todo mi ser estaba en tensión. Y a cada semáforo que me detenía, desviaba la vista hacia la manecilla de la puerta, con el deseo casi imperativo de abrirla y salir corriendo. Pero no lo hice y continué, sabía que sería un error y desconocía las consecuencias que me acarrearían.
Mi mirada se desviaba de vez en cuando hacia mis piernas. Maldije el uniforme de mi trabajo. La falda, que se cerraba a modo de libro, hacía que al sentarme, ésta se abriera y dejase al descubierto gran parte de mis muslos. Pero tampoco me atreví a separar mis manos del volante para intentar taparme, por temor que, él se diese cuenta. Puede que, eso es lo que deseaba, desde su posición no vea ese detalle que involuntariamente era insinuante.
Me marcó el itinerario a seguir y yo le obedecía mecánicamente, estaba al merced de sus deseos y no podía hacer nada por evitarlo. Deseaba que todo esto acabase pronto, pero a la vez, temía que llegase a su fin.
Intentaba por todos los medios controlar mis emociones, pues no era el momento de manifestar debilidad alguna.
Cada vez estaba más lejos de mi punto de partida, siquiera reconocía las calles, no sabía en qué lugar exacto me encontraba, cómo había llegado hasta ahí y mucho menos, como regresar. Tenía la sensación que él me estaba llevando hacia los confines del mundo.
Finalmente ordenó que me detuviese y obedecí al instante. Todo mi cuerpo temblaba, me encontraba en tal estado que, sentí que podría desmayarme en ese mismo momento.
Entonces le miré por el espejo, mi cabeza se negó a girarse. Vi que se reclinaba hacia mí y sentí su mano sobre mi hombro. Después de carraspear levemente me habló con voz pausada. Se apeó del coche y le vi alejarse sin prisas.
Yo le observé como se marchaba. Y la emoción contenida hasta ese momento, salió sin control a modo de llanto reparador. Y mientras le perdía de vista, su última frase, esa que jamás olvidaré, volvió a mi cabeza.
"Felicidades señorita, está usted aprobada. Ya tiene su carné de conducir"
Lo había conseguido.
Me ha encantado este relato, Sylvia. Desconcertante desde el principio, me ha mantenido en vilo hasta el final y ha logrado arrancarme una sonrisa.
ResponderEliminarEntonces, he caído en aquella angustia tormentosa que también se apoderó de mí el día que realicé mi examen de conducir.
Un abrazo.
Buenos días Sylvia. A mi también me ha tendio desde el principio en vilo, yo la verdad es que imaginaba una historia desagradable tal como la has ido contando, pero cuando llegué al final me provocaste una sonrisa. Sigue Sylvia, no dejes de escribir.
ResponderEliminarMe alegro que os gustase, era lo que pretendía. Crear tensión en crecimiento para poder soltar un gran suspiro de alivio justo al final.
ResponderEliminarMuchas gracias por leerme. Bechotes de esta sevillana.
Tensión hasta la última línea sobre los neumáticos de tu prosa.
ResponderEliminarMuchísimas gracias. Si has mantenido la tensión hasta el último momento, quiere decir que he cumplido mis intenciones.
EliminarBechoteeeeeeeeeeeeeeeeessssssssss